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Urgente Catalá reactiva las inspecciones de edificios y ocupaciones de Casitas Rosa antes de la protesta vecinal

Mientras siguen ellos dándole vueltas a lo mollar, la flor y nata de nuestro parlamentarismo confrontando sus garras ante las de piedra de Daoiz y ... Velarde para aclarar quién narices pisó el cable, aún anda él dos semanas después atascado en lo epidérmico. Porque lo peor de la undécima plaga, el apagón de envergadura bíblica que se cruzó en sus vidas con evangelista, capítulo y hasta versículo incorporados -San Pedro de Moncloa 12:33-, no fue que le reventara la nevera, arruinados continente y contenido. Tampoco la falta de noticias de los parientes vulnerables, y se pregunta él si no valdría la pena aprovechar el tirón del deceso papal para recuperar las señales de humo, donde se ponga una buena fumata que se quite el iPhone 16. Nada de eso fue lo peor, qué va, ni siquiera que el protagonista de esta historia, trabajador esencial según le descubrió la pandemia, interrumpiera su libranza por segunda semana consecutiva para ir a pencar, que cuando no es el Santo Padre son los santos plomos. O descubrir que algún lumbreras olvidó, años ha, quitar las pilas a esa vieja linterna de las de toda la vida recluida en un trastero; como el maletilla, a la espera de su oportunidad. Lo peor no fue, desde luego, constatar que en toda la casa no había más velas que las aromáticas y de cumpleaños, con lo que a media tarde aquel comedor olía a zoco, la lavanda embadurnada de vainilla con un toque de canela y retazos de grosella negra. Entre lo peor no estaba, por supuesto, la compra desesperada de una bombona de butano, o ver a los paisanos pelearse en Mercadona por rollos de papel higiénico -¿por qué a la gente en las situaciones límite le entra esa obsesión por el tránsito intestinal?-. Ni la ausencia de una mísera radio analógica, que le dejó a merced del duelo de elucubraciones conspiranoicas entre los vecinos: han sido los israelíes, apostaba con su madre la de la derecha; es cosa de Rusia, rumiaba el de la izquierda mientras trasteaba con un camping gas. Por encima de todo eso, lo peor del gran apagón, y lo que le sigue a él comiendo el tarro, es que sin adiestramiento previo toda la familia se enfrentó al desafío de tener que hablar. El hijo abandonó su leonera y descorrió la cortina del salón, mirad qué día ha salido, agarró un libro, ¡un libro!, sobre la historia de Japón y se largó al parque que no pisaba desde niño. La hija se dispuso a tomar el sol. Y se sentaron luego a comer en una mesa sin móviles, compartiendo vivencias, ¿con luz no me lo habrías contado?, hasta que oyeron gritos cuatro patios más allá, ¡abridme!, los del hijo que tras el estéril aporreo de la puerta al regreso de su bucolismo literario intentaba desde la calle hacerse oír entre las risas. Incluso rodó un juego de mesa, y nadie pujó por el sofá, devaluado sin hipnosis televisiva. Todo eso fue lo peor, pero por suerte deshizo el embrujo la bendita UTE ecuménica entre la santa Lucía, protectora de la vista (y el interruptor) y el dios Zeus, señor del rayo (y los agujericos del enchufe), pues si del rojo y el amarillo sale el naranja, a ellos dos competía restablecer el fluido. Vuelta a la normalidad en el distrito tecnológico, pensó él mientras la luz guiaba a cada mochuelo hacia su olivo, acallando un impulso inconfesable a favor de instaurar de tanto en tanto apagones programados. No estamos para revoluciones, concluyó el muy sensato, y se amorró a la tele hasta caer dormido.

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