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Cuando a uno le llega el tiempo de empezar a cuidar a sus padres, son momentos agridulces. Amargos por el paso del tiempo, la enfermedad, ... el miedo a un instante que está irremediablemente por llegar y las dificultades para conciliar en esta época de estrés, exigencias laborales y familiares. Pero al mismo tiempo es una fase 'bonita'. Entiéndanme, por eso le coloco a la palabra unas comillas simples, como para ponerla en cuarentena y no darle todo el empaque de belleza del vocablo. Pero cuidar a tus padres también te permite devolverles lo muchísimo que te han dado en la vida, parar el tiempo para hablar con ellos sin prisas si las circunstancias lo permiten y en cierto modo regresar a la infancia. Dos semanas en el hospital han dejado en los brazos de mi madre no pocos moratones por los goteros, vías de medicamentos y mil y una pruebas médicas. Viendo esas manos que tantas veces me cuidaron, ahora maltrechas y dependientes de las mías, te embarga una mezcla de nostalgia, cariño, vértigo, ternura e inquietud. Pasar la noche en duermevela pendiente de su respiración, de cada pequeña tos, de si se gira en la cama o si tiene algún mal sueño. Como tantas veces hizo ella. Llegada esta etapa de la vida, al final uno concluye que todo instante, bueno, malo o regular, aporta, enseña, engrandece y te permite vivir. Con esos moratones en los brazos de mi madre, volé a aquellas rodillas peladas, descarnadas y magulladas de mi infancia. De las constantes caídas en la mítica bici roja, la G.A.C. Motoretta, la imitación a pedales de las preciosas motos 'chopper'. Aquellas heridas las curaba y mimaba ella. Con agua oxigenada y mercromina. Qué cosas, ambas vetadas y arrinconadas ahora por el caprichoso avance de los estudios de la salud. Yo sigo teniendo ambas piernas intactas pese al uso de aquellos productos hoy tildados hasta de cancerígenos. La estulticia humana no conoce límites. La tardes de guardia al lado de su cama regresaban a tantas y tantas noches con ella velando a mi lado. Como cuando de niño tenía un horrendo y repetitivo sueño de una bruja que me asaltaba en el pasillo de casa. O las madrugadas que ella esperó, seguro que con un ojo abierto, mi regreso de aquellas fiestas universitarias en Woody o la vuelta al pueblo del encierre nocturno de vaquillas en algún enclave vecino, entre demasiadas curvas y conductores no precisamente abstemios. Vivir estos tiempos es regresar a todas las veces que ella peregrinó de médico en médico ante cualquier dolencia de sus chicos. Como aquella vez en que un jarabe digestivo me acabó causando una reacción alérgica en el sistema nervioso, con el cuerpo entero agarrotado y casi sin poder moverme, y de cómo un médico del seguro privado me recetó un medicamento justo con el mismo componente. A un paso de la silla de ruedas hasta que un ángel de la guarda del Hospital General se cruzó en el camino, lo evitó y me curó con una simple inyección. Al final, el debate entre lo público y lo privado radica en realidad en su clave: las personas. Estos días son volver a sus incesantes madrugones, tostadas con mantequilla y mermelada en la cocina desde niño hasta la Universidad, el renunciar a una carrera para que tú tuvieras la tuya... Tanto y tanto. En fin, que el trance de tener que cuidar a los padres, aunque no agradable por empezar a ser consciente de que se acerca el epílogo que nadie desea, sirve para que se te llene el alma y el corazón con algo: somos lo que somos por ellos. Y qué lindo es que ahora sean ellos los que recojan lo sembrado: ser porque fueron.
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