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Mi abuelo Florentino era un lector empedernido. De prensa, principalmente. Aunque también le recuerdo con algún libro de Vizcaíno Casas en el tresillo al lado ... de la estufa de leña. Pero lo suyo eran los periódicos. Su pasión era la de mancharse los dedos con la tinta del diario. En realidad, pasión por UN periódico. Estaba suscrito al ABC. Y él también fue uno de los responsables de que a mí me entrara el virus de la lectura, la prensa, la tinta y la magia de las palabras. Bueno, más bien el cartero. El que siempre solía llegar a la hora de la siesta. Imposible antes un servicio postal diario en un remoto pueblo de la Serranía Media de Cuenca. Cierto es que un diario a mediodía apenas sirve ya para sostener el dicho aquel de que es un buen envoltorio para el pescado. Ni te digo hoy con el imperio de internet y las noticias inmediatas y fugaces. Muchas veces no era ni siquiera el ejemplar del día. A veces llegaban dos, uno de ellos retrasado. Pero en aquellas tórridas horas de los mediodías de verano era cuando el cartero lograba llegar y a llamar a nuestra puerta. Aunque en realidad eso era una bendición para mí. Mi abuelo solía dormitar en el sillón esos ratos, a menudo hasta con la gorra calada. Imposible escapar a la siesta sobre todo si antes la comida había sido uno de esos memorables potajes con rellenos de mi abuela Marciana (¡ay, ese caldo que se podía casi cortar con un cuchillo...!). Ello me permitía escabullirme de puntillas del sofá cuando escuchaba los tres golpes de rigor en la puerta con la que se anunciaba el emisario. Traía el ABC. Si conseguía ser el primero en cogerlo y que 'Floren' no se despertara, podía disfrutar sus páginas en silencio. Admirando aquel rimbombante nombre, en sus primeras páginas y con letras grandes y negras, de Don Torcuato Luca de Tena. Mi yo adolescente imaginaba al fundador como un mítico periodista con las mangas enfundas en manguitos, sombrero, la acreditación en el ala y fumando como un cosaco mientras aporreaba la máquina de escribir. Si el abuelo abría un ojo o se despertaba al escuchar el rasgar del plástico que envolvía el ABC, entonces la veteranía mandaba. Le daba el periódico y agachaba las orejas. Si era el día que venía acompañado del mítico suplemento 'Blanco y negro', disfrutaba sus reportajes al tiempo que veía a 'Floren' pasar página a página. Empaparse el pulgar en saliva en cada movimiento. Mover los labios en silencio mientras leía los titulares. Con las gafas caídas sobre la punta de la nariz. Las gafas. Hasta este instante que relato me ha traído otro momento. Una escena de esas mágicas que te autotransportan. Esta semana estaba con mi padre y él quería ver la portada de un periódico en el móvil. Se dispuso a calarse las gafas 'de cerca'. Como estaban manchadas empezó a limpiar los cristales con los dedos, logrando el efecto contrario. Yo meneé la cabeza y lo miré con dulzura. Agarré sus gafas y empecé a limpiarlas con el reverso de la camiseta que vestía. Él me miró también con nostalgia. Sonrió. Y me dijo: «Es lo mismo que le hacía yo a mi padre». Y con un gesto tan insignificante, él se sintió bien. Yo, también. Fácil, barato e instantáneo. Apenas un movimiento de mano para que conecten un padre y su hijo. Una nimia maniobra y unas pocas palabras que te trasladan a tu adolescencia, a tus raíces y a la más íntima conexión entre las personas que se quieren. El lujo de las maravillosas pequeñeces.
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