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Hará un par de semanas. Era temprano. Sobre las siete y pico. Quizá las ocho. Decidí entrenar en las pistas de atletismo del polideportivo de ... Alcoy. Son todo un regalo para los que nos gusta correr porque está a las faldas de la Serra Mariola. Al amanecer, sus vistas son espectaculares. Cuando irrumpí en ellas, en mitad del campo de césped, retozaba un zorro que no me quitaba la mirada. Tenía pelaje maltrecho, cola peluda y un rostro aparentemente simpático. Como todos los zorros. Los reales y metafóricos. Parecen amables. Luego te dan el zarpazo. Casi todos. Permaneció allí durante la hora en la que estuve entrenando. Buena parte del tiempo, mirándome de reojo. Pero, sobre todo, atenazando a un par de torcaces, que osadas, se jugaban la vida ante el raposo. Alguna de ellas, quizá, poco después pasaría a mejor vida. Sea como sea, lo que me llamó la atención fue el descaro del animal que, sin temor a nada ni nadie, había bajado de la sierra y deambulaba con absoluto desparpajo por la pista de atletismo. Donde los temidos humanos. Y lo hacía desafiante, mostrando dientes al corredor chalado que no paraba de dar vueltas a su alrededor.
La escena permanece en mi memoria como algo insólito, quizá con la aspiración de algún día convertirse en fábula. O quizá, sin llegar tan lejos, a dar pie a una mera metáfora del tiempo que vivimos. Ese tiempo en el que los zorros, con sus dientes afilados y las garras letales, tomaron la ciudad -la ciudad global- para quedarse en ella. Y quizá, imponer la ley de la rapiña. Esa en la que, la astucia y el engaño, marcan el paso de los días. En muchos ámbitos, pero en especial el de la política. Donde se practica, además, con un asombroso descaro. Como alimañas asentadas en la impunidad, capaces de desafiarlo todo. Convirtiendo sus días (y sus gestiones particulares) en un vodevil que derrapa en tragedia. En un sainete que antecede al drama. Porque al final, todo el panorama político que nos envuelve, acaba configurando un pestilente lodazal que, a momentos, parece imposible salir de él. Por corrupciones -que a veces rozan lo chabacano, a veces tropiezan con lo inhumano-; por inmoralidades -de enchufes encadenados y obsesiones por aferrarse al poder, pasando por encima de lo que haga falta-; por actitudes -jugando con doble moral a la hora de denunciar, por ejemplo, bulos con otros bulos-; por contundentes incompetencias a la hora de gestionar -a veces con lamentables consecuencias-; por egos -que hacen emerger peligrosos populismos que pueden desestabilizar las estructuras de cualquier estado, región, ciudad...-
Un espectáculo esperpéntico en el que nos hemos instalado, tanto de puertas adentro de nuestro territorio como más allá de nuestras fronteras. Un circo que nos está llevando a unos extremos que podrían llegar a ser dantescos, por las consecuencias que pueda tener. Porque, sin darnos cuenta, dejando que, quienes manejen los hilos de nuestros días sean personajes deplorables o caricaturescos, lo que estamos haciendo es poner en peligro nuestro presente. Pero también, el legado de libertades logrado por nuestros padres y el futuro estable que deberíamos armar para nuestros hijos. Porque cada zarpazo y dentellada que nos dan esos zorros, que se han colado en la política local y mundial, acaba arrancándonos un pedazo de nuestro bienestar. Y hace sangrar nuestros anhelos, nuestro porvenir y nuestra libertad. Pero que, incluso, va más allá. Porque hace resquebrajar los principios básicos de una sociedad. Los valores de una ciudadanía que no puede estar zarandeada por fontaneras, ni enchufados incompetentes, ni por políticos obsesionados con meter la mano en la caja (con el daño que hace, además, al resto de compañeros de partido leales aún a sus principios), ni por gobernantes que vivan instalados en los bulos, ni por aquellos que sólo piensen en aferrarse en el poder porque sobre él han establecido su forma de vida (y sin ella no son nada, la nada). Un tiempo que nos devuelve a esa España de Antonio Machado de charanga y pandereta, con «un mañana estomagante»; esta época que nos trae a Ramón de Valle-Inclán exclamando: «¡el mundo es una controversia»; estos días truculentos, en los que manda la picaresca que retrató Francisco de Quevedo: «Pablos, abre el ojo, que asan carne. Mira por ti, que aquí no tienes otro padre ni madre». Una época, como las de antaño que creíamos superadas, pero que nos vuelve a retratar. Y que es tan pestilente que urge, a la sociedad civil que queda viva y a la propia clase política que cree y siente su vocación de servicio, a reaccionar. Frenar esta sangría de los principios morales mínimos. Acabar con ese lodazal en el que nos están acostumbrando a vivir, pero ante el que deberíamos ser intransigentes. Intransigentes con los maleantes y los manipuladores, con los corruptos y los egocéntricos, con los gestores mediocres y los incompetentes, con los zorros y los buitres, las hienas y las culebras... Urge reconstruir la base de una sociedad asentada en el sentido común; una ciudadanía apuntalada por gente con principios, en la que prime el interés general, las libertades y, a su vez, los compromisos innatos que conlleva la urbanidad. La humanidad y la honestidad, como valores de base para una sociedad que deambula hacia el individualismo absoluto.
Óscar Wilde, lo recordé hace unos días, decía que cuando era joven admiraba a la gente inteligente; pero cuando se hizo mayor, admiró a la gente buena. Esa que no habita entre los zorros. Porque al zorro se le atribuyen cualidades como la inteligencia, pero también la de engañar. Y quien engaña, poco de buena gente tiene. Salvo que seas el zorro de Saint-Exupéry, que quiso convertirse en el mejor amigo de 'El Pincipito'.
«Adiós», dijo el zorro. «He aquí mi secreto. Es muy simple: no se ve bien sino con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos». En la política, en la vida, nos hemos olvidado de lo esencial. Y es muy simple. Wilde lo descubrió en la madurez.
Es domingo, 8 de junio. El político valenciano y también escritor, Esteban González Pons, escribe en su última novela 'Libro de Pecados': «Madelman era un político antes que un ser humano, sólo le interesaba el poder, pero no para ejercerlo, sino por poseerlo». Eso si, también habla de estoicos. ¡Ay Epicteto!
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